
Si hay algo en lo que parece fácil coincidir, algo en lo que a casi toda la gente le gusta estar de acuerdo, es en que las condiciones de vida en nuestro país son excepcionales en un sentido negativo. La Argentina les parece a muchos el centro de la chantada universal, un país en el que todo se hace mal, en el que todo es trucho y de segunda. Según esta visión, el argentino es un ser mediocre e incapaz, especial, único en su estupidez. Afuera, en otros lados, las cosas son en serio. Todo se hace con más compromiso y eficiencia. Como si nuestro país fuera una especie de parodia de la realidad, y nosotros fantasmas, transparentes para la mirada de cualquier canadiense, por ejemplo.
Siguiendo por ese camino es fácil llegar a la sensación de que acá las cosas no son siquiera reales: los árboles parecen menos árboles que en Europa, las nubes menos nubes que en Estados Unidos, el cuerpo menos cuerpo que en Japón. Pero, ¿es más viento el viento de un país desarrollado? ¿Es más amor el amor de las parejas europeas? La impresión de que el ser humano hubiera desarrollado su infamia de manera especial en la Argentina y más precisamente en Buenos Aires es una especie de una arrogancia al revés, como si sólo nosotros pudiéramos llegar a esos extremos de desastre. Y qué querés, estamos en Argentina. ¿Cuántas veces se ha oído esa frase? ¿Cuántas veces la hemos dicho? ¿De dónde viene, qué quiere decir? ¿Por qué se expande esta visión tan fácilmente?
Su efecto es siniestro. Damos lugar a un cinismo despreciativo que produce con facilidad lo que tememos. La realidad responde a la fuerza con la que se la alimenta y vive. Esta creencia en una falta esencial de valor produce desánimo y empobrecimiento. No puede decirse que la realidad sea entre nosotros menos realidad que cualquier otra, pero sí puede observarse cómo esa creencia construye algo similar a lo que denuncia. Encierra una renuncia al ejercicio de una fuerza personal más luminosa y creativa, una renuncia al protagonismo individual sin el cual ninguna comunidad puede considerarse viva.
Lo cierto es que los problemas que enfrenta la Argentina, siendo concretos y particulares, son al mismo tiempo universales, es decir, provienen de la misma fuente que los problemas que se encuentran en cualquier otra parte del mundo. Esa presencia del mal en la realidad es inevitable, no puede haber realidad perfecta al modo en que nuestros sueños la imaginan. ¿Serán entonces los sueños, en vez del estímulo positivo que creemos, un engranaje en el motor de la creación de desencanto? Esto, que a muchos les suena como una resignación preocupante, es el simple reconocimiento de una verdad.
Decir que no puede no haber problemas graves la presencia del mal no puede ser evitada no es tampoco una posición quietista. Ni siquiera es una posición. Es el mero reconocimiento de las condiciones de existencia de la vida, y la única forma de no perder eficacia en la acción posible. Más que sueños necesitamos ganas, más que imaginar mundos perfectos necesitamos querer el nuestro. Pero claro, las personas contagiadas de la pasión crítica no quieren actuar, no quieren hacer algo. En su niebla creen que sus palabras son muy importantes, un gran aporte. Están enamorados de la descripción negativa mediante la que se sienten superiores sin serlo.
La realidad es difícil, problemática y no lo es entre nosotros más que en cualquier otra parte. Hay lugares del mundo dónde se vive mejor materialmente, hay sociedades más civilizadas que la nuestra. También hay muchas que lo son menos. ¿O habría que darse cuenta definitivamente de que no tiene sentido la comparación?
La idea de que “lo que pasa aquí no pasa en ninguna parte” es sólo hija de la mirada cínica y desencantada del argentino. Es un dolor buscado, amado, como si la confirmación de la miserabilidad de la existencia fuera una especie de fiestita íntima con la cual cada persona se regocija internamente. Superemos esta sensibilidad amante de la desgracia.
La imagen es de Gabe Brown.