
Me pasó varias veces, en distintos momentos de mi vida. Al preguntar: ¿para qué leés a ese tipo, si te parece una mierda? obtuve la respuesta: hay que conocer el pensamiento del enemigo.
Siempre me pareció una estupidez, siempre creí que tenía más sentido dedicarse a leer lo que a uno le gusta, a ampliar la mirada del mundo en la que cree, y ahora entendí por qué.
Hay quienes se estructuran en función de un enemigo, y hay quienes encuentran su rumbo en función de lo que quieren hacer en el mundo.
En el primer caso se trata de posiciones reaccionarias, reactivas, que se caracterizan por reaccionar al estímulo de otro. En el segundo se trata de posiciones autónomas, que por supuesto saben y entienden que hay otros que piensan distinto, pero no se obnubilan en la contemplación de esa diferencia, porque tienen un deseo propio frente a la realidad.
El que piensa en el enemigo no llega a hacer su propia experiencia con el mundo, está en el ámbito de mamá y papá, a los que cree dueños de la tierra y a los que siente que tiene que desbancar. El que piensa en el mundo ya desplazó a sus figuras de referencia y se hizo cargo de su propia mirada como legítima. Creció hasta tener un deseo de hacer algo en la realidad. No vive en un diálogo imaginario, avanza hacia su obra.
El que está sobredeterminado por el enemigo, podríamos decir, no tiene forma o rumbo propio. Si no tiene contra quien pelearse no alcanza existencia plena.
Por esa vía llego también a creer que el debate no tiene mucho sentido, que la lucha argumental entre posiciones desencontradas es una pérdida de tiempo. Lo es para mí, claro, no para las personas que abnegadamente hacen esa difícil y necesaria tarea en ámbitos en donde corresponde hacerla, como en el Congreso. Tal vez quienes puedan dar debates sean personas superiores, capaces de cocinar una síntesis entre las diferencias. Pero tienen que ser capaces de sacar de todas las posiciones una posición común. Admiro a esas personas…