"Los intelectuales tienen que servir para algo": artículo mio hoy en Perfil
No creo que haya ni que deba haber un “pensamiento
nacional”. La existencia de un país no supone que ese país deba producir en
cada una de las ramas del quehacer humano una variable distintiva y relevante.
No es necesario que haya poesía nacional, ni diseño nacional, ni automovilismo
nacional. Tampoco sexualidad nacional, ni pedicuría nacional, ni caligrafía
nacional. En general, esa visión que en cada ocasión en que puede ve una
oportunidad para el “nacionalismo” suele
ser parte de un planteo popular o populista, que como podemos concluir por
experiencia, genera sobre todo atraso para el pueblo al que dice querer
representar y defender.
Es un truco, el “nacionalismo”, una magia para aparecer como
defensores de lo propio cuando en realidad no se atienden las realidades
básicas de la comunidad a la que se gobierna. Tal como sucede con quien dice
amar a sus hijos enormemente, pero no se hace tiempo para ellos y prefiere la
militancia o el fubtol 5.
“Carta Abierta”, órgano ideológico del gobierno K ha sido
malinterpretado: no es un aporte al debate de ideas, pertenece al género
humorístico. Causa la gracia que causan los intelectuales que adolecen de los
vicios de la intelectualidad tradicional, convencional, en un mundo en que esa
rara planta, el intelectual, ha mutado de mil maneras raras e interesantes. Esa
intelectualidad de museo, muy propia del intelectualismo corporativo
universitario, no es relevante, y no sólo porque su producción no supone ningún
aporte valioso sino porque no conmueve ni involucra a nadie. Una lectura
sensata, corriente, de sus textos y proclamas percibe inmediatamente la
voluntad de hacer una prosa confusa, altisonante, impostada, para terminar
defendiendo lo indefendible, lo que no se sostiene sobre sus piernas en ninguna
realidad verificable. Tal vez diciéndolo en difícil pueda pasar, porque si se
habla claro, es indefendible.
El academicismo intelectual es una corporación. No tan
dañina como la corporación política, su irrelevancia la hace menos peligrosa,
pero es una comunidad igualmente
cerrada, defensora de privilegios de origen incierto, protectora de sus pares
ante cualquier avance de una visión más moderna y útil, y por lo general,
bastante improductiva.
Ser intelectual es sensacional, pero el intelectual debe ser
útil. Y la utilidad de un intelectual, hoy, no tiene que ver con la búsqueda de
un “pensamiento nacional”, cosa que no hay, sino con trabajar ideas para
generar visiones que permitan avances, ideas que ayuden al país a lograr el
desarrollo que tan difícil le resulta lograr. Serían deseables intelectuales
integrados a equipos de trabajo en donde lo conceptual pueda rendir y producir
alguna diferencia, intelectuales cercanos a la ciencia, a la psicología, al
trabajo, a la creación en cualquier plano, a la producción, a la renovación de
la moral y a las costumbres. Intelectuales que puedan pensar y aportar frente a
los problemas que se padecen y deben ser solucionados.
Parece sensato dudar del valor de las “investigaciones” que
tendrán origen en la nueva Secretaría. Por otra parte es claro hacia donde
apunta ese pensamiento nacional y sus búsquedas: hacia el pasado. En medio de
una política que no sabe qué hacer con el presente, que sólo puede intervenir
en él guiado por la intención de producir un beneficio para la conservación del
poder, es decir, un beneficio propio, es comprensible que la mirada del
pensamiento tenga predilección por la historia. Como si el presente no tuviera
urgencias, como si la realidad constantemente cotidiana no estuviera llena de
personas vivas que necesitan cosas, como si no hubiera un país que demanda
gestión y producción, cuidados, ideas, planes, estrategias, innovaciones,
cambios profundos y osados. La corporación política, es decir, los mismos que
gobiernan de manera concertada desde el inicio del actual período democrático, aquellos
que durante 30 años han demostrado una gran ineficacia para terminar con la
pobreza en la Argentina –que no tienen interés en realizar tal logro, tal vez
porque sienten que la pobreza es cultura popular y no les parece correcto
sacarle a tanta gente su cultura para ayudarlos a tener la dentadura completa y
la heladera llena- cuando llega el momento de parir pensamiento piensan para
atrás. Revisemos, revisemos, revisemos. Revisemos un poco más, creo que se nos
pasó algo. Peleemosnos por todo pasado, no sea cosa que tengamos que ocuparnos
del presente, esa banalidad. “Los pueblos que no conocen su historia tienden a
repetir sus errores” repiten como si fuera un mantra, cuando en verdad
correspondería más bien decir “las comunidades que se obsesionan con su pasado
caen en la patología de no poder tratar con su presente”.
Otra intelectualidad es posible. Una que se vuelque más
hacia la creación de lo nuevo, que aprenda a mirar los tiempos que corren en el
planeta con una perspectiva inteligente, superadora de la infantilidad de la
mirada crítica y por fin asumiendo la adultez de saberse a cargo de las cosas.
La pregunta principal no es “cómo sucedió lo que sucedió”, sino “qué queremos
hacer y cómo vamos a hacerlo”. En ese rumbo hace falta mucho pensamiento, pero
uno que sepa que debe rendir cuentas a la acción, ponerse a su servicio, no
volverse objeto autónomo cultivado por personalidades severas e historicistas.
Aboguemos por una intelectualidad que supere la historia, o
mejor dicho que entienda que a la historia se la produce en el filo del
presente, en donde los vivos asuman el protagonismo que les corresponde y reconocen
el principio fundamental de todo hacer humano: hay que hacer un aporte, algo
que sirva. Un aporte real, no uno que sea validado por un pequeño grupo de
personas a las que la realidad se les escapa cada vez que intentan asirla y
creen que ese rasgo de su personalidad es un valor, una distinción, y no la
expresión de una carencia. Carencia de interés, o de talento, o de dirección.
Carencia de amor por otra cosa que no sea la producción narcisista de ideas de
apariencia profunda y realidad superficial.
El intelectual convencional adora el pasado porque tiene
problemas para moverse en el mundo de las realidades. El intelectual
convencional es el que se vuelve intelectual porque no sabe muy bien qué hacer
con las cosas y por lo tanto se aparta. Uno estudia filosofía, lo sé por
experiencia, porque prefiere ponerse un poco lejos, en una postura que pueda
parecer de superioridad, como una manera de ocultar incapacidades básicas. De
ese estado se vuelve, tal vez, curado, si uno descubre una buena psicoterapia,
o vive un buen amor, o tiene hijos, o tal vez porque al crecer uno despliega
nuevas fuerzas y descubre otras maneras de tratar con el mundo con el que antes
no podía tratar. Pero muchas veces este progreso personal no tiene lugar, y el
intelectual se pone cada vez más crítico, distante, escéptico, histórico,
pedante, oscuro y despersonalizado. Ponerse al servicio de la historia es
también eso: despersonalizarse, intentar ser sin ser, cambiando las cuestiones personales
por posiciones ideológicas o sociales que puedan mostrarse con orgullo y que
sirvan para ocultar la profunda falta de autoestima que hay en la base de tales
miradas “pensantes”.
Crear una secretaría de pensamiento nacional es burocratizar
lo que tendría que ser aire fresco. Las ideas tienen que ver con el desafío,
con la indisciplina, con el intento de encontrar lo que aun no existe. Este
establishment de la crítica ideológica intelectualmente dogmática y oscura es
una variable lógica en el nivel del pensamiento de lo que estos períodos K han
dejado ya sobradamente en claro: que hablar del pueblo y adoptar la impostura
de defenderlo es el truco del delincuente perfecto, permite hacer el mal en
paz, porque se ha adoptado la apariencia del bien. Si no fuera así, en vez de
faltar tanto a la ley y defecar en la institucionalidad, este poder hubiera
resuelto, después de tantos años de bonanza, el tema de la pobreza. Tal vez no
de manera definitiva, pero habría cifras ciertas de una disminución visible, y
no eternas peleas y justificaciones, y simulaciones constantes. El pensamiento
nacional es una simulación de pensamiento.
Pero no es tan grave,
mucho más grave es lo otro, que no hayan tenido interés ni capacidad para
ocuparse de los problemas que hoy nos corren. Porque no habrá pensamiento
nacional, pero el país existe, y también es posible la inteligencia, y esta
política de lucha permanente y de siempre justificada ilegalidad no supo instalarnos
en la vía del desarrollo. A nivel del pensamiento, este cargo, esta visión,
esta pantomima, va en el mismo sentido: ya que no podemos, o no sabemos, o no
queremos pensar para servir, por lo menos hagamos una buena simulación. Ya que
no podemos pensar a favor de la gente, y desarrolllar la comunidad, simulemos
pensar nacionalmente.
El dibujo de la cabecita fósforo me lo había hecho Luis Alberto para una publicación casera que hice en su momento llamada "El Filósofo Postal". Ya la retomaré.