Una especie de purgatorio. Un espacio pulcro, en el que las personas están en veremos, al borde de la nada, exhaustas, débiles, asistidas y controladas en todas sus funciones más elementales.
Una de ellas es la propia, la persona querida, aquella por la cual uno se interna en ese mundo que es casi ya una ausencia de mundo, en donde los que están es casi como si no estuvieran. (Y sin embargo uno mira por la ventana y ve árboles y personas, inocentes, no enteradas, que hacen su vida como si todo fuera para siempre).
La persona querida está pero no está, está en lucha o abandono, enchufada en un aparato que respira por ella, que la hace respirar, en el que se delega algo que ella supo hacer siempre, la base de su vida, la toma de aire, el ingreso del alimento constante, el intercambio sostenido con la atmósfera.
La persona querida está tal vez por irse, y uno se asoma a su cuerpo tirado en una cama articulada, que se mueve porque ella no puede, atada por cables y sondas, por su propia ausencia de animación.
Es su cuerpo, pero está invadido por un monstruo, por unas células que enloquecieron y decidieron un plan propio, insensatas que no saben que asi también ellas van a terminar mal, porque están matando el cuerpo del que ellas viven, locas que pretenden todo y trabajan decididas para lograr la nada. Van por un lado, por otro, son foquistas, quieren una revolución completa, lograrán que nada viva, que todo vuelva a nivel de átomo, de sustancias químicas recombinables.
Es una tragedia atenuada, es la tragedia de la vida, la inevitable, la de todos, porque el cuerpo que está por irse tiene ya ochenta y cuatro años. Si él o la postrada fuera joven (ni hablar de si fueran niños) terapia intensiva no sería un purgatorio sino la peor de las pesadillas. Pero esta vez es una pesadilla menor, porque ya se vivió, ya se hizo (lo que se pudo, como siempre), ya se sintió, se buscó, se encontró, se dio vida, se cuidó, se miró todo lo que pudo verse.
Los aparatos hacen ruidos, intervienen en el silencio que queda abierto en la inmovilidad de la persona. Se oye una respiración, medio persona medio máquina, y hay bips y vibraciones tecnológicas. Hay una boca abierta, como tirada, hay pelo sobre la almohada, tubos, sondas, líquidos que gotean para adentro y líquidos que gotean para afuera.
Si uno creció e hizo su vida, descubre que sobrevive perfectamente. Triste, sí; angustiado, a veces; pero instalado en una cotidianidad consolidada, fuerte, llena de afectos y de potencias, cargada de deseos, de felices contratiempos, de proyectos y de posibilidades. Uno no puede menos que sentirse traidor: ella tirada, yéndose, y uno con hambre o inquietudes, con amigos y con vidas nuevas. Pero, ¿qué sería no traicionar, irse también con el otro, abrirle todo el terreno a la muerte, dejarla hacer, extenderla, entregarle todo? Es una traición necesaria, o no es una traición, es precisamente la dificultad que hace arduo al momento, que impide que las cosas sean abordables con sencillez o con lógica.
Son momentos complejos, festival de emociones y pensamientos, de recuerdos y de consideraciones, de diálogos interrumpidos y de límites insoportables que tienen de todas maneras que ser soportados, porque no queda otra y porque es así.
Pongo mi mano sobre su mano y ella no la abre para recibirme. Cuando estuvo despierta me dijo andá, andá. Me duele más. ¿Si estoy te duele más? Sí. Me voy y vuelvo. Hablamos, como si nada, o sabiendo, como si todo. La quiero, pero la quise mucho más, cuando yo era apenas y ella era todo. Ahora yo soy tanto y ella tan poco; vidas cruzadas, una que viene y pasa y otra que se queda haciendo, una que te trae y te pone, que te habilita y te deja, otra que continua y sigue, no para siempre, para después dejar paso.
Es increíble todo lo que se aprende, todo lo que se ve, todo lo que se enciende cuando tanto se apaga. Era querida, criticada, cuidada, buscada, soportada, estimulada, sostenida, combatida y aceptada. ¿Qué se lleva? Mucho, pero tiene que irse. ¿Adónde? A ningún lado. No es un ir, es un terminar. Las vidas se cierran, no se van. El que se queda siente que se fue, porque no ve más al que estaba, pero el que estaba ya no está, en ninguna parte.
La tristeza no es la palabra final, ni tampoco la trascendencia impostada. Está todo muy mezclado, es trivial y gigantesco. Es amor, es alivio, es nuevo mundo, es como tiene que ser todo. Es una despedida imposible, al menos para mí, que no toleraría decir chau sabiendo que el otro termina. Sí, viven en nosotros, aunque de ellos no quede nada. Es uno que se acuerda y que los quiere, que los lleva y que los trae, aunque cada vez vayan apagándose más, y por suerte, porque es nueva vida la que surge en las ganas de los que quedan y miran para otro lado.
Si, me doy cuenta de que puede quitársele a la muerte una capa de tragedia que no es suya sino nuestra, que aparece cuando otras cosas no fueron bien vividas o no están pudiendo serlo. No es frivolidad ser capaz de no perderse, es haber logrado consistencia. No puede no haber dolor, pero no tiene porque inundarlo todo. El amor transita más estos caminos de aceptación compleja y exigente que los de un desconsuelo abismado.
Podría hacer un final grandilocuente, el tema lo sugiere. Es mejor terminar sobrios, eludir los efectos, quedarnos con lo nuestro. Vamos viendo.