Apuntes desde Ostende
La costa argentina es fría, ventosa, poco confortable. El mejor de los soles necesita que el aire resigne un poco su libertad y se quede quieto, y además el agua debe domar su pasión antártica para que querramos meternos entre las olas. Las primeras sensaciones, a nivel del pie y hasta la rodilla, desalientan, proponen más una prueba de coraje y voluntad que un agradable baño de mar. El que visita las playas vive la aventura de desafiar los elementos, o de ser desafiado por ellos. Uno tiende a sentirse más un griego luchando contra la adversidad del dios del mar que un garoto a punto de refrescarse la bronceada piel.
Hay quien siempre prefiere estar a resguardo y leer, y gusta de estas playas precisamente porque las sabe cómplices de su necesidad, playas que nos mandan de vuelta a la habitación, para confortables siestas y largos reposos. (Cosas todas posibles en el caso de que no se tengan chicos chicos, indómitos reclamadores de toda la atención adulta disponible, nuestro exigente caso… que licúa muchos de los posibles regocijos.)
El que lee se entiende con un mundo exterior inhóspito, tal vez su pasión por la lectura tiene precisamente ese origen, la necesidad de meterse para adentro, de viajar sin moverse, de conocer mundos interesantes sin tener que hablar con nadie, de vivir aventuras a través de interpósitas creaciones. Por eso los ambientes intelectuales suelen ser tan neuróticos, porque están compuestos por personas con dificultades para el intercambio y con tendencia a restarse hacia un universo interno en donde todas las cosas son representaciones y no del todo cosas.
Los lectores, que somos también los que escribimos, después hablamos de la experiencia de leer glorificándola, como si se tratara de una elección nuestra y no de la imposición de una necesidad que no hemos decidido tener, y le damos a la lectura la apariencia de una ocupación superior, con la que incluso podemos despreciar un poco a los que no la tienen, a los directos, aquellos que tienden a las cosas sin las vueltas de la simbolización exagerada que necesitamos. Sí, la lectura tiene sus valores, nadie pretende negarlos, pero uno de sus equívocos consiste en que en la mayor parte de los casos los lectores leen sobre no lectores, sobre personajes o situaciones en las que la lectura no es el elemento principal. Es decir, los lectores aceptamos al mundo leído, mucho más de lo que somos capaces de aceptar al mundo concreto y real.
Descansar cansa. Dormir mucho da sueño. Es como si el cuerpo aceptara que es momento de aprovechar para hacer un service general de la personalidad, y desactivara todas las funciones posibles. Uno se pierde en tanta nada, genera una distancia con su realidad normal, distancia destinada a renovar la sensibilidad. A eso le llamamos vacaciones, y pueden dejarlo a uno extenuado.
Escribir es ponerse en renglones, integrarse a esa existencia paralela, a ese canal productivo de la lectura, meterse en radio conciencia y operar los controles, divertirse, andar en pensamiento, conectar y conectarse, lograr el punto de bienestar de la mirada y dejarse llevar por las cosas. Entrar en la escritura es entrar en el mundo. ¿Y no era que los lectores se habían ido, que huir de todo?
Bueno, digamos que el mundo del darle vueltas a las cosas es una oportunidad que sirve tanto para perderse como para encontrarse. Un sistema de producción de aventuras que hace que cada uno viva la suya.
El despelote de los chicos es el mejor despelote posible, una catástrofe positiva, la caída de meteoritos revitalizantes.
Seguiría escribiendo pero tengo que ir a la playa a complementar a mi mujer, que se quedó sola con los dos y …