En el curso que estoy dando, llamado “Ver (y vivir) lo nuevo” partí de una identificación de la vida como experiencia desbordante apoyándome en algunas ideas de Nietzsche y de Georges Bataille. Lo nuevo es siempre parte de este impulso irrefrenable y salvaje de constante producción de formas, y para entenderlo es importante captar el sentido de este movimiento fundamental, que además nos atraviesa personalmente.
A continuación transcribo algunos fragmentos de Bataille leídos y trabajados en la clase:
De “La oposición del mundo del trabajo o de la razón al mundo de la violencia”
El hombre pertenece estos dos mundos, entre los cuales su vida, por más que quiera, está desgarrada. El mundo del trabajo y de la razón es la base de la vida humana, pero el trabajo no nos absorbe enteramente y, si la razón manda, jamás nuestra obediencia a ella es sin límite. Por su actividad, el hombre edificó el mundo racional, pero siempre subsiste en él un fondo de violencia. La propia naturaleza es violenta y, por más razonables que lleguemos a ser, una violencia puede de nuevo dominarnos, que ya no es la violencia natural, sino la violencia de un ser de razón, que intentó obedecer, pero que sucumbe debido al movimiento que, en él mismo, él no puede reducir a la razón.
Hay en la naturaleza y subsiste en el hombre, un movimiento que siempre excede a los límites y que jamás puede ser reducido más que parcialmente. Des ese movimiento no podemos generalmente dar cuenta. Es incluso por definición aquello de lo que jamás nadie dará cuenta, pero vivimos sensiblemente en su poder: el universo que nos rige no responde a ningún fin que la razón limite.
En el terreno de nuestra vida, el exceso se manifiesta en la medida en que la violencia vence a la razón. El trabajo exige una conducta en la que el cálculo del esfuerzo, relacionado con la eficacia productiva, es constante. Exige una conducta razonable, en la que los movimientos tumultuosos que se liberan en la fiesta, y generalmente, en el juego, no son admisibles. Si no pudiésemos refrenar esos movimientos, no seríamos susceptibles de trabajo, pero el trabajo introduce precisamente la razón para refrenarlos. Estos movimientos dan a los que ceden a ellos una satisfacción inmediata: el trabajo, por el contrario, promete a los que los dominan un provecho ulterior, cuyo interés no puede ser discutido a no ser desde el punto de vista del momento presente. Desde los tiempos más remotos, el trabajo introdujo un sosiego, a favor del cual el hombre cesaba de responder al impulso inmediato, que regía la violencia del deseo.
De “La muerte, la corrupción y el renuevo de la vida”
La muerte del uno es correlativa al nacimiento del otro, que ella anuncia y de la que es condición. La vida es siempre un producto de la descomposición de la vida. Es tributaria, en primer lugar de la muerte, que deja el lugar; después de la corrupción, que sigue a la muerte, y que vuelve a poner en circulación las substancias necesarias para la incesante venida al mundo de nuevos seres.
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No podríamos imaginar un proceso más dispendioso. En un sentido, la vida es posible, se produciría fácilmente sin exigir ese despilfarro inmenso, ese lujo del aniquilamiento que sacude la imaginación. Comparado al de un microorganismo, el organismo del mamífero es un abismo en el que se pierden cantidades locas de energía. El crecimiento de los vegetales supone el interminable amontonamiento de substancias disociadas, corrompidas por la muerte. Los hervíboros tragan montones de substancia vegetal viva, antes de ser ellos mismos comidos, antes de responder así al movimiento de devoración del carnívoro. Nada queda al fin, sino ese depredador feroz, o sus despojos que se convierten a su vez en la presa de las hienas y de los gusanos. Desde un punto de vista que respondería al sentido de ese movimiento, ¡como más dispendiosos sean los procedimientos que engendran la vida, como más costosa sea la producción de organismos nuevos, tanto mayor es el éxito de la operación! El deseo de producir con pocos gastos es pobremente humano.
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Si se considera globalmente la vida humana, aspira hasta la angustia a la prodigalidad, hasta el límite en el que la angustia ya no es tolerable. El resto es charlatanería de moralista. ¿Cómo podríamos, lúcidos, no verlo? ¡Todo nos lo indica! Una agitación febril en nosotros pide a la muerte que ejerza sus estragos a nuestras expensas.