Fernando Iglesias sobre la Ley del Tabaco
Sensacional artículo de Fernando Iglesias. Se llama:
El fin de la patria fumadora
Desde los primeros días de mi vida los fumadores han arrojado desaprensivamente una insoportable mezcla tóxica al aire que respiro, impregnado mi ropa, mi pelo y mis fosas nasales con un olor repugnante, irritado mi garganta y mis ojos, y llenado mis pulmones con substancias cancerígenas. ¿De qué se quejan hoy? ¿De haber perdido su libertad de molestarme y enfermarme? Los he visto, a millares, someter por décadas a sus hijos al humo pasivo, ponerse nerviosamente en la boca sus apestosos cilindros antes de bajarse del colectivo, ofenderse si alguien se atreve a soplar disimuladamente la humareda que provocan y preguntar ¿te molesta? con el cigarrillo ya en la boca y el encendedor a punto de encenderlo. Los he visto, también, vivir vidas mutiladas por el enfisema y terminarlas en manos del cáncer en un auténtico show de dependencia, autodestrucción y desprecio por los demás. ¿Puede alguien creerles cuando se autoproponen como víctimas de un complot discriminatorio?
Todo fumador es un adicto. No sólo un adicto químico, cosa que cualquier estudio puede demostrar, sino un adicto político y social, esto es: un individuo que genera una ideología alrededor de su hábito que le permite violar valores que considera sagrados y que no traicionaría por ningún otro motivo. Una querida amiga, generosa y solidaria hasta decir basta, fuma dos atados diarios (y yo sospecho que no fuma sus cigarros de a cuatro a la vez por simple prurito estético). Abandonada por su marido, educó a sus hijos sola, les dio bastante amor por los dos y gastó hasta el último centavo de sus escasos recursos en garantizarles una educación superior a la suya propia, ya suficientemente elevada. Al mismo tiempo, fue incapaz de evitarles las imborrables consecuencias de una niñez y una adolescencia invadidas por el humo, omnipresente en el departamentito de dos ambientes que habitaron durante veinte años.
En esto del cigarrillo, el del tango es un ambiente peculiar. En él, "fumar es un placer genial, sensual" por decreto. Si cada vez voy menos a las milongas, entre las muchas razones se encuentra el que no me guste tener los ojos permanentemente llorosos ni discutir con guarangos que se ofenden cuando, con un soplido disimulado, intento apartar el humo que me tiran. Es también ligeramente humillante tener que ir a lavarme periódicamente los ojos y las fosas nasales al baño. La gente suele imaginar cosas raras. Al regreso, cuelgo mi ropa del balcón toda la noche con la vana esperanza de quitarle los efluvios. ¿Exagerado? Varios milongueros no fumadores me han confesado, entre guiños propios de una conspiración, que no logran dormirse al regreso si antes no se duchan. Yo, en cambio, me acostumbro al espantoso olor que yo mismo emano después de media hora y hasta me duermo, aunque con un ligero disgusto hacia mí mismo que se transforma en asco cuando me despierto oliendo a pucho por la mañana. En todo caso: ¿quién puede juzgar si mi disgusto es exagerado? ¿Acaso quienes han sacrificado uno de los más delicados órganos del sentido al cigarrillo y están dispuestos a morir de cáncer o enfisema por la patria fumadora?
Nadie va a impedir a nadie entrar a ningún lado. No se discriminará a las personas sino a sus cigarrillos encendidos. Que los fumadores sean incapaces de establecer distinción alguna entre ambos lo dice todo sobre su calamitoso estado de enfermedad y dependencia. Entrar a un lugar sin prender sus apestosos petardos les parece tan innatural como hacerlo desprovistos de cabeza...
En fin, parece ser que la dictadura de la patria fumadora tiene los días contados. ¡Se va a acabar! ¡Se va a acabar!, me dan ganas de salir cantando. Que hayan aprobado el decreto, conjuntamente, el oficialismo y la oposición de derecha y de izquierda no está nada mal, tampoco. Acaso algo esté cambiando para bien, después de todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario