Existe una moral, es decir, un sistema de valores, al que podríamos llamar moral de los derechos. Dice: por haber nacido tenés derecho a una buena vida. A ser bien tratado por tus padres, a su amor, a ser bien alimentado, a tener una buena educación, a recibir una adecuada atención de tu salud, a ir a la universidad, a tener un buen trabajo, a vivir en una vivienda digna y agradable, a vivir una relación amorosa (o muchas), a hacer una familia. Tengo derecho, dice uno, me corresponde, es legítimo. Perfecto. ¿Es esto una mentira? No. ¿Está mal tener derechos? De ninguna manera, es perfecto. ¿Y entonces? Cabe la siguiente afirmación: una moral de los derechos -una visión del mundo basada en los derechos- es una desgracia, una visión patológica e ignorante de las realidades naturales y sociedades, que son en el fondo las mismas. Epa. ¿Por?
La moral de los derechos genera la ilusión de que la vida plena es algo que viene dado con la existencia. Que por el mero hecho de existir a cada ser vivo le corresponde una gran vida. He nacido: háganme feliz. Y es falso. Uno tiene todos los derechos que quiera, pero después tiene también ¿deberes? Sí, pero no me parece que ese sea el punto, o al menos no la palabra justa, porque propone nuevamente la distorsión de una impostura moralista. Uno tiene sus derechos y luego tiene su aventura personal. Es decir, tiene que lograr por sí mismo lo que sus derechos plantean como horizonte deseable. Porque los derechos, así planteados, como los concebimos nosotros en nuestro sentido común, en ese sentido común que es la matriz reaccionaria, conservadora, inmadura de la que surgen nuestras frustraciones nacionales, solamente una expresión de deseos. Con los derechos decimos lo que nos gustaría que sucediera en el mundo.
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